Naturaleza urbana en sociedad

La otra piel de la ciudad

Conocer nuestras ciudades y los cambios que se precisan ante una declarada Crisis Climática y de Pérdida de Biodiversidad, en unas ciudades que necesitan urgentes transformaciones de alcance (ya habitadas, pero poco habitables), es una urgencia y una necesidad. Muchas veces los gestores sabemos como hacerlo pero no sabemos contarlo. Recordáis que es objetivo del blog, traducir y simplificar, explicando los cambios que se precisan en un lenguaje comprensible para la ciudadanía, que debe y, cada vez más, desea imponer nuevos cambios. Gabino posee la habilidad de reconocer el legado del pasado y traducirnos conforme a la filosofía del blog, con rigor y pasión, la necesidad de transformar desde "La otra piel de la ciudad". Decía Araujo en su último artículo "De hecho, más del 97% de lo que vive sobre la piel del mundo es una planta", ¿Te imaginas, también un poco más en las ciudades?

La piel contradice nuestra intuición. Después del corazón, es el órgano favorito de una literatura que abarca desde la separación epistemológica de Valery y hasta el erotismo alienígena de Piñol. La piel es la última frontera de Estopa y de la técnica del pintor clásico y, sin embargo, no es otra cosa que una membrana que nos protege y separa de nuestro entorno mientras realiza funciones higiénicas tan banales como esenciales. La idealización de la dermis en una superficie pristina siempre omite sus poco agraciadas funciones fisiológicas y glandulares, como la transpiración, mientras que anejos como las uñas y el vello constituyen relictos evolutivos de los que pende una industria tan cosmética como fantasioso en su márquetin. 

Nuestra actitud ante la piel se presta a una analogía fácil en el diseño de la ciudad: de la misma manera que el canon estético corporal imperante busca negar nuestra animalidad de forma cosmética hasta un extremo tan ridículo que fomenta la autolesión, el canon estético de urbanización vigente parece querer emular la estética de cuarto de baño porcelánico de pseudo celebridad televisiva, accesorios de diseño incluidos.

El origen de aflicción cosmética del diseño urbano tiene su origen en el fetichismo que emana de las fachadas, esa “piel” urbana que determina la textura visual de cualquier transecto urbano. Por una buena razón: la edificación tiene por objeto primordial proteger y separar a sus habitantes de las condiciones del entorno y de la virulencia impredecible de los procesos naturales, y las fachadas tienen como misión maquillar la realidad de lo que sucede en su interior para hacerla respetable.

Quizá por extensión, ese mismo tratamiento se ha aplicado gradualmente a esa “otra piel” de la ciudad: los suelos y pavimentos que determinan la textura y carácter del espacio público. Tradicionalmente, más allá de sus meras aplicaciones funcionales en cuestiones de vialidad y recogida de aguas, la formalización superficial del espacio viario delimitaba antaño la naturaleza urbana o rural del mismo, e intimaba con eficacia la riqueza y aspiraciones cívicas de su ciudadanía por medio de sus pavimentos.

En el último siglo, la fuerza que verdaderamente ha condicionado el pavimento de las ciudades ha sido el pensamiento tecnocrático sometido al tránsito rodado y la construcción de redes, especialmente de tratamiento de aguas pluviales, que han fomentado el sellado absoluto del suelo. Y aunque esto pueda parecer necesario y de Perogrullo, no lo es tanto, como muestra la historia urbana.

Un ejemplo notable es el Eixample proyectado por Ildefons Cerdà cuya traza superficial no encontró un reflejo similar en el subsuelo en forma de grandes colectores y alcantarillas. La razón fue que el ingeniero perteneció a esa rama del pensamiento decimonónico que aspiraba a mantener la relación orgánica de la urbe con el metabolismo rural. Este tipo de relación se muestra en la propia morfología de la Barcelona tardomedieval, que revela en el trazado regular de algunas calles la presencia de canales para riego agrícola derivados del canal de agua conocido como “Rec Comtal”. Estos canales, además de influir en la geometría urbana, recogían el agua de escorrentía, que lavaba las superficies por arrastre y por disolución, descargando en las huertas de la ciudad, donde se reintegraba en el suelo junto con la colección de residuos urbanos. De ese modo, la forma de la ciudad respondía orgánicamente a la unión de los flujos más importantes del ecosistema, todo siguiendo la escorrentía pluvial.

Siguiendo esta lógica orgánica, Cerdà recogió soluciones y alternativas para el drenaje ya adoptadas en otras capitales, pero su proyecto no incorporó una solución global y definida de saneamiento, precisamente porque defendía la necesidad de crear pozos negros debidamente modernizados, para mejorar la recogida y el transporte de las deyecciones que deberían garantizar la fertilización de los campos próximos a la urbe, garantizando así la viabilidad de la economía agraria local. La posterior propuesta de García Faria, otro ingeniero, para el alcantarillado de la ciudad consideró que la arteria principal del sistema debía seguir el trazado de la Gran Vía para llevar los efluentes de la ciudad hasta el delta del Llobregat, donde los campos de cultivo podrían aprovechar la carga orgánica como fertilizante.

Ambos ingenieros creyeron en la necesidad de crear redes de alcantarillado, pero también manifestaron estar igualmente convencidos del valor fertilizante de los excrementos urbanos y de su utilidad agrícola. Aunque esta idea puede parecer peregrina hoy en día, en ese momento disfrutaba de impulso y credibilidad, como demuestra la planta municipal de tratamiento de aguas residuales en Gennevilliers, una pequeña localidad francesa que, gracias a sus “Jardines Ideales” de tratamiento de aguas fecales, se convertiría en una de las principales atracciones turísticas del 1870, y en el proveedor hortícola preferido de París.

Contra lo que pueda parecer, estas ideas no implicaban desconocimiento o desconsideración respecto a la cuestión del tratamiento de las aguas pluviales en el entorno urbano de la nueva ciudad, ineludible en un régimen hídrico como el mediterráneo, donde las aguas de tormenta han impuesto presencias espaciales discontinuas y vagamente ominosas en su origen, como Las Ramblas, por donde históricamente circulaba la escorrentía sin control, pero constituidas con el tiempo en una forma urbana identitaria que exuda historia y territorio, testigo del poder del agua en la configuración de la ciudad.

Cerdà era perfectamente consciente de este poder, tanto que, en la Real orden de 1859 que aprueba el proyecto de ensanche, consta en primer lugar el “aumento en el número de parques en la zona más condensada de edificación”, y en segundo un sistema de “cerramiento” constituido mediante un canal de circunvalación, destinado a recoger las aguas torrenciales procedentes de las montañas que delimitan el llano de la ciudad. Así, junto con la colección de ideas imposibles de Cerdà, en el “Plano de los alrededores de la ciudad de Barcelona; levantado por orden del Gobierno para la formación del proyecto de Ensanche” hacia el año 1860, aparece la traza de un “Canal para derivar del llano las aguas de la montaña” cuya función hubiera sido la de crear un nada orgánico río artificial en el perímetro de la ciudad. 

Si el ingeniero parecía profundamente relajado ante lo inviable de su propuesta, probablemente se debe a que Cerdà preveía un 34% de espacio libre en la ciudad, que podría ser verde o no, pero que respondía a una lógica pragmática, donde el espacio diáfano y el verde, por su rugosidad y permeabilidad, neutralizaría los efectos deletéreos de la materia orgánica y el agua, que en buena medida resultaría absorbida y disipada por la imperfecta piel urbana de su nueva urbe.

La ecléctica mente del ingeniero elucubró tempranamente sobre la naturaleza tegumentaria de la emergente membrana antrópica en su “Teoría general de la urbanización” (que no urbanismo): 

Si imaginamos cortada la planta de la calle, ora en el sentido transversal, ora en el longitudinal, hasta una profundidad indefinida; sorprenderemos un gran número de obras de arte, bóvedas, tubos grandes y pequeños, por todos los cuales discurren en más o menos abundancia, más o menos visiblemente, líquidos y fluidos de diversa naturaleza y de índole diversa, en direcciones distintas. Diríase a primera vista que esos diferentes aparatos forman el sistema venario de algún ser misterioso de colosales dimensiones”. (p. 306)

A pesar de estos arranques lírico-analíticos, su visión de escorrentía urbana era menos que bucólica, como correspondía a un higienista del siglo XIX: 

Sobre que la hediondez que por lo común despide, y los miasmas que en su evaporación desparrama el agua encharcada, no son seguramente emanaciones que puedan ser gratas a nadie, ni nada provechosa para la salud pública.” (p. 657)

La teoría de los miasmas dominó la consolidación de la higiene como disciplina particular dentro de la medicina decimonónica y constituyó el germen del concepto de salud pública, que desde el principio se manifestó especialmente obsesionada por cuestiones como la “putrefacción del suelo”, a eludir fomentando la circulación del aire y del agua, la limpieza urbana, la creación de alcantarillas y especialmente el enterramiento o conducción sistemática de corrientes de agua naturales.

Así se sistematizó la concepción del agua de escorrentía como residuo y problema a desplazar mediante la construcción de conducciones, colectores y depósitos que la retiran del espacio público. Este cambio transformó la relación metabólica de la ciudad con el territorio no urbano, condenado a tratar de forma industrial los residuos que la ciudad produce en el mejor de los casos, al tiempo que modificaba nuestra relación con la superficie viaria de la ciudad, desposeída de cualquier función orgánica.

En la urbe imaginada por Cerdà, los peatones disfrutaban de amplias aceras, los carruajes de amplias calzadas y los 100.000 árboles previstos de amplias superficies permeables, bajo las cuales encontrar el aire y agua que se colaría entre millones de adoquines. 

Aunque por aquel entonces ya existía el proceso de selección granulométrica y formación de perfiles viarios compactados conocido como macadamización, que sustituyó rápidamente a los caminos de tierra compactada, no fue hasta finales de siglo que comenzaron las aplicaciones de bitumen y cemento para estabilizar aún más los pavimentos viarios y aumentar sus prestaciones. A partir de finales del siglo XIX, las ciudades europeas desarrollaron tupidas redes de tranvías eléctricos que parecían ser totalmente compatibles con el movimiento de personas, animales y bicicletas sobre superficies terrizas, por lo general.

Esta realidad viaria de una movilidad mixta y flexible sobre una superficie natural compartida ha acabado sustituida por la lógica inapelable de la movilidad centrada alrededor del coche privado, que sirve a los intereses de una minoría de personas, pero ocupa y condiciona una parte desproporcionada de la ciudad. El vehículo motorizado privado ha condenado una parte substancial del suelo urbano a someterse a las onerosas solicitaciones del tráfico rodado, que prefiere superficies continuas y compactas como el asfalto y el hormigón sobre bases monolíticas y profundas, que han impermeabilizado completamente el subsuelo urbano.

En la actualidad, apenas quedan superficies urbanas que no sean impermeables y esto tiene un efecto directo sobre la calidad de vida de las personas y sobre la posibilidad de vida de la vegetación urbana. La ausencia de permeabilidad y la compactación genera suelos carentes de aire y agua, donde el arbolado urbano no puede establecerse de ninguna forma natural. No debe sorprender entonces los problemas que los árboles plantados en el espacio viario presentan en la actualidad. 

La realidad es que los árboles urbanos no crecen ya en un sustrato que sea vagamente similar a las condiciones naturales, lo que niega la posibilidad de llevar a la práctica cualquier discurso sobre naturalización y autoctonía. Por lo que respecta a la longevidad de estas especies, esta se ve gravemente reducida y el número de fallas se incrementa, y solo perduran aquellos árboles plantados mucho antes de que las superficies fueran selladas completamente, muchos con problemas de vigor y salud, que al final comprometen su estabilidad y seguridad.

Para solucionar este problema ha aparecido complejos sistemas de suelos estructurales que intentan generar un volumen útil de suelo orgánico con aire y humedad aprovechable por los árboles, empleando para ello matrices de piedra o plástico, que pueden ser útiles, pero que disparan el coste de plantar un árbol sin resolver la cuestión de fondo: la ausencia general de condiciones orgánicas óptimas en las superficies de la ciudad.

Otro problema secundario de la total cauterización del espacio viario urbano es la desaparición del efecto refrigerante por transpiración de las superficies urbanas, lo que agrava el efecto conocido como “isla de calor” y que resulta en ciudades más incómodas, y calurosas, especialmente por la noche, lo que a su vez dispara el consumo energético provocado por equipos de climatización y agrava el pico de temperaturas urbanas, que puede ser varios grados superior al del territorio circundante.

A efectos urbanísticos “trascendentes” (y los problemas del arbolado y de calidad de vida de las personas no han contado en esta categoría por mucho que ahora se quiera escribir lo contrario) la impermeabilización de la superficie de las ciudades se traduce en una mayor cantidad de agua que hay que conducir y tratar, y una mayor velocidad de concentración de la escorrentía, lo que fomenta episodios de inundación y contaminación de corrientes de agua y litorales, simplemente desplazando el mismo problema que se pretendía eliminar a otro lugar.

Este desafortunado proceso aboca a los gobiernos locales a un gasto desaforado en redes e infraestructuras de saneamiento y tratamiento que nunca acaban de resolver el problema, porque la expansión de superficie urbanizada es exponencial y porque tratan por igual aguas fecales y de lluvia, un grave error conceptual que por experiencia y comodidad se ha extendido como práctica común en el desarrollo urbano de numerosas ciudades.

Siguiendo este proceso, y aplicando una máxima de mínimo esfuerzo, las aguas de escorrentía se han mezclado y entubado junto con las aguas fecales, obligando a crear costosísimos sistemas de laminación mediante conductos y enormes depósitos de agua de tormenta, que exigen elevados recursos energéticos y de gestión para su mantenimiento y que, paradójicamente, se presentan como ejemplos de sostenibilidad en la gestión del agua. 

El absurdo final se produce cuando, además de tratar el agua de escorrentía como un residuo, tratamos la distribución del agua potable como un negocio y nos negamos a racionalizar la demanda, provocando un problema social y ambiental. Así, mientras arrojamos al mar millones de metros cúbicos de agua de lluvia que previamente hemos contaminado para nuestra conveniencia, generamos ciclos paralelos de agua bombeada, desalinizada, y embotellada, cambiando así la energía solar que determina el ciclo natural del agua por la fósil que alimenta nuestro sobreproductivo sistema. 

Al tratar el agua simultáneamente como un recurso infinitamente renovable y como un producto de desecho, obtenemos un único resultado: la creación de grandes infraestructuras de alto consumo energético para su transporte, procesamiento y tratamiento, y la rotura de los procesos naturales. El pensamiento derivado del higienismo decimonónico ha devenido con el tiempo en una ideología economicista de lo inerte, sin otro objetivo aparente que reproducirse indefinidamente, desplazando o agravando el problema que pretendía resolver.

La solución no es compleja, pero si difícil de afrontar porque requiere cambios en el diseño y criterios de urbanización vigentes. Otro tipo de soluciones tecnológicamente básicas, de bajo impacto energético y económico, adaptadas a las condiciones locales y con profundas raíces históricas en la agronomía y el metabolismo urbano, son posibles. 

Las técnicas de drenaje conocidas como Sistemas Urbanos de Drenaje Sostenible, conocidas como SUDS permiten complementar, o incluso sustituir, a las técnicas de alto impacto ambiental propias de la ingeniería civil. Con los SUDS se intenta reducir la cantidad de agua de lluvia que accede al sistema de alcantarillado para retenerla mediante el aprovechamiento de las propiedades de los suelos y las plantas, que pueden actuar como dispositivos de retención y filtración de la escorrentía, para mejorar su calidad y reducir la presión sobre la red de saneamiento. Los SUDS pueden jugar un papel en la gestión del agua en el espacio urbano mediante el reverdecimiento estratégico y sistemático de espacios públicos y privados, cubiertas de edificios incluidas. Por esta razón a menudo se les denomina como “jardines de agua”.

Estos métodos proponen la aplicación de técnicas sencillas y de coste asequible, centradas en la mejora, recuperación y restitución de los espacios libres de la ciudad, para obtener avances ambientales tangibles mediante una inversión contenida y asumible. La infiltración y retención del agua de lluvia en las superficies urbanas, por pequeña que sea, contribuyen significativamente al equilibrio ambiental de las ciudades. Los objetivos de mejora no deben pasar por arrojar el agua que supuestamente sobra o que no se ha sabido aprovechar. El objetivo debe ser retener toda el agua posible, aprovecharla inmediatamente en el riego de la vegetación o devolverla al ciclo natural. La gestión del agua por medio de técnicas de gestión de espacios verdes brinda la mayor oportunidad para alcanzar esta meta.

Su gran ventaja es que no requieren la creación de grandes infraestructuras de partida, sino que se pueden implementar metro a metro, aplicando intervenciones de alcance reducido y fragmentario para retener agua de forma local y próxima a la superficie, donde la vegetación puede aprovecharla inmediatamente. La biomasa verde se constituye entonces en una infraestructura de absorción y gestión del agua de lluvia que ayuda a mejorar la temperatura local, la calidad del aire, y la reducción del ruido, por ejemplo. Además, fomentan la creación de microecosistemas urbanos y el aprovechamiento para la vida de espacios y superficies minerales e inertes, como lo son las cubiertas urbanas y el espacio viario dedicado al aparcamiento de vehículos. 

Las superficies de pavimentos permeables y flexibles, celulares o modulares, conectadas con el subsuelo mediante subbases porosas, contribuyen a rebajar la temperatura ambiente local al evaporar el agua que retienen durante los episodios de lluvia. 

Más efectivas aún son las superficies vegetadas y los árboles, que son capaces de retener y evaporar grandes cantidades de agua del suelo, rebajando de forma sustancial la temperatura en verano. El problema es que para que las plantas puedan evaporar agua, esta tiene que estar presente en el suelo en primer lugar, cosa que cada vez sucede con menos frecuencia, precisamente gracias la compactación e impermeabilización de las superficies urbanas y al desviamiento de cauces naturales. 

Para corregir esta deriva, diversas ciudades como Barcelona impulsan desde hace años este método de gestión del agua en el espacio público, y es pionera en la aplicación sistemática de SUDS en espacios públicos, con una casuística bien establecida de urbanizaciones y espacios verdes que integran SUDS en su diseño y gestión como el Parc de les Glòries, la Marina del Prat Vermell, el eje verde de Cristóbal de Moura y la calle Bolivia, por citar algunos ejemplos emblemáticos, y cuenta desde el 2020 con una Guía Técnica para el diseño de SUDS integrada en sus instrucciones técnicas. 

La experiencia acumulada ha permitido establecer la bases de un conocimiento técnico sobre estos sistemas de drenaje que ha permeado el Plan Director Integral de Saneamiento de Barcelona (PDISBA), un instrumento de planificación orientado a reducir los riesgos derivados del desbordamiento del sistema de saneamiento y elaborado con criterios de eficiencia económica. Por vez primera incorpora los efectos del cambio climático en la ciudad e integra ámbitos susceptibles de albergar sistemas urbanos de drenaje sostenible en el espacio público, así como en algunos equipamientos públicos.

En concreto, estima la posibilidad de instalar elementos drenantes sostenibles en el espacio urbano con una superficie potencial de 182 hectáreas de zanjas vegetadas, zonas de retención, alcorques corridos, zonas de infiltración; hasta 10 unidades planificadas de balsas de cabecera en la zona natural con un volumen total de 128.700 m³ y el uso potencial de cubiertas verdes como sistemas de laminación de escorrentía. Todo ello resultaría en una capacidad para gestionar mediante SUDS el 28% del volumen de agua anual abocado al mar, unos a 5,22 Hm³ por año, cantidad que supone un verdadero cambio de paradigma en la relación que esta urbe europea mantiene con el agua de escorrentía. 

El análisis de estas posibilidades ha resultado en una serie de propuestas y estudios cuya influencia ya se puede apreciar en la modificación del Plan General Metropolitano (PGM) para la mejora urbanística y ambiental de los barrios del Distrito de Gràcia, que incorpora medidas de fomento de las medidas de retención de agua de lluvia en edificios por un periodo de al menos 24 horas antes de abocarla al sistema de alcantarillado.

El objetivo de todas estas medidas es promover un modelo de urbanización y gestión adaptado al nuevo escenario ambiental, y una ciudad más sensible al agua. El desarrollo y gestión de la trama verde urbana de la ciudad, concebida como una “piel transpirable” que incluya el conjunto de sus calles, tejados, plazas y parques y jardines, como un sistema social y ambiental de captación y gestión de agua, es el instrumento de mejora ambiental más directo y accesible a los ciudadanos, tanto por su impacto, como por su uso. 

Esta sensibilización pasa por transversalizar la comprensión de las cuestiones ambientales que afectan al desarrollo urbano, que incluyen los límites del crecimiento y de la disponibilidad de los recursos y que nos abocan a lo que se puede denominar una “estética del decrecimiento”, desasfaltadora, desurbanizadora y reverdecedora, que atienda a criterios sociales y ambientales que den respuesta a la emergencia climática y energética en que nos encontramos.

Necesitamos aceptar la funciones naturales y orgánicas de esa otra piel de la ciuda, la “dermis urbana” constituida por las superficies expuestas a la intemperie, comenzando por el espacio viario, dejando atrás comportamientos cosméticos superficiales para dedicarnos al cuidado profundo de la ciudad y todos los seres vivos que la habitan. Nos va la piel en ello.

Llueve...debemos dejarla ir?

Gabino Garballo

Gabino Carballo. Paisajista. Experto en soluciones basadas en la naturaleza, gestión de la biodiversidad urbana y activista por un verde urbano sostenible. Vocal de la Asociación Española de Parques y Jardines Públicos.

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