Naturaleza urbana en sociedad

Las ecópolis del futuro

Muchas son las voces que apuntan al árbol como elemento clave vertebrador de ciudades habitables, o mejor, bosques habitados, posibles, con mucho por hacer en este sentido. Reamueblar nuestras cabezas, crear conciencia social de la necesidad. En esta ocasión Santiago, en una reflexión serena y muy esclarecedora, nos transmite la importancia de tomar consciencia de ello y reclamarlo a través de la sociedad civil.

Si se compara la historia de la Tierra a un frondoso pino, la última aguja que crece en la rama más alta de su copa correspondería a los sapiens. Y, como cualquiera puede entender, la supervivencia del árbol depende de ella… Aunque tendamos a comportarnos con imprudente temeridad y creernos los dueños del planeta, el animal humano es un recién llegado a la fiesta de la vida. De hecho, si sumásemos todas las personas que han existido desde el inicio de los tiempos, no serían tantas como las que respiran actualmente. No puede decirse lo mismo de los árboles. Algunos de los que todavía están vivos ya eran viejos al inicio de nuestra era. En la isla de Creta se encuentra un olivo contemporáneo de Homero, en las Montañas blancas de California crecen pinos que ya tenían varios miles de años cuando Colón desembarcó en las costas del Nuevo Mundo. En la provincia iraní de Yartz se alza un ciprés cuatro veces milenario, a cuya sombra predicó Zoroastro, y que ha asistido impertérrito al desfile de los imperios elamita, persa, meda, seléucida, sasánida,....

Los árboles siempre nos han acompañado en nuestras andanzas y desventuras existenciales. A los humanos nos agrada tenerlos a la vista, como si su callada presencia colmara un arcaico anhelo de protección. Aun cuando no les prestemos mayor atención, siempre tenemos alguno cerca en las calles y avenidas por las que nos dirigimos a pie o en coche al trabajo. Buscamos su sombra en las plazas y los parques. Los plantamos en nuestros jardines, patios y terrazas. Y salimos al campo para encontrarnos con ellos y respirar al aire libre. Aunque nuestra especie hace mucho que abandonó el bosque, en nuestra mente continuamos viviendo entre árboles. Nuestros ángeles de la guarda no tienen plumas sino hojas. Y, al igual que ellos, custodian nuestros sueños. El viaje que comenzó con nuestros antepasados construyendo chozas de ramas, que reproducían en el suelo las copas de los árboles, tal vez termine volviendo a nuestros orígenes. Son muchos los expertos que creen que la silvicultura urbana será la nueva revolución verde.

Una urbe boscosa ya no es un oxímoron o una utopía poética sino un horizonte hacia el que caminar. Pasearse por un bosque sin salir de la ciudad parece una opción no solo realista sino deseable. Si tenemos en cuenta que las ciudades ocupan el 3 % de la superficie terrestre, pero consumen el 75% de los recursos naturales y generan las tres cuartas partes de las emisiones de dióxido de carbono, su viabilidad depende de que se asilvestren y reverdezcan. Según recientes cálculos de la Organización Mundial de la Salud, se requiere al menos un árbol por cada tres habitantes y un mínimo de entre 10 y 15 metros cuadrados de zona verde per cápita para mantener los niveles de calidad del aire. Parece coherente con la evolución de nuestras sociedades tecnocéntricas y multiétnicas, donde la hibridación sociocultural está a la orden del día y marca la tendencia, que la ciudad se fusione con el campo y, en lugar de ser la jungla de asfalto, se convierta en una biourbe

Las ciudades del futuro ya no se definirán por oposición al bosque sino por su amor a él. La alianza estratégica entre la arboricultura y el urbanismo materializa la idea de un paisaje integral y cumple el viejo sueño de la ecópolis: la ciudad hecha bosque y el bosque hecha ciudad. Se podría afirmar que la silvicultura urbana es la última expresión del ancestral culto al árbol, una constante universal. Nuestros antepasados no albergaban dudas al respecto de que estos eran seres vivos, con personalidad y conciencia propia, poseedores de un alma o habitados por un espíritu o una deidad. Esa veneración resurge hoy en día gracias al uso de la razón y por los mismos argumentos científicos con que, siglos atrás, la despachamos. El hecho de que un ejemplar de gran tamaño pueda absorber hasta 150 kilos de dióxido de carbono al año y liberar ingentes cantidades de oxígeno a la atmósfera, lo convierte en un poderoso agente de transformación medioambiental y casi en una fuerza superior. Los árboles son los alvéolos de los pulmones urbanos. Pero no solo contribuyen a mejorar la calidad del aire, sino que también reducen la contaminación acústica, favorecen la regulación térmica y ahorran consumo de energía. A todo esto se añade que previenen la erosionan del suelo y las inundaciones. Por si esto fuera poco, benefician la salud física y psíquica de los habitantes de las ciudades. Numerosos estudios demuestran cómo el arbolado ayuda a reducir la ansiedad social, mejora la convivencia vecinal y reduce la delincuencia en los barrios. Hay algo profundamente irónico y revelador en el hecho de que, para continuar progresando, debamos regresar al bosque. 

Santiago Beruete, autor de Jardinosofía, Una historia filosófica de los jardines y Verdolatría, La naturaleza nos enseña a ser humanos. Ambos títulos publicados por la editorial Turner.

Santiago Beruete

Escritor, Filosofo, docente y comunicador

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