Naturaleza urbana en sociedad

Si los árboles produjeran alimentos

He vivido durante dos meses en un bosque sueco trabajando en un restaurante con una granja permacultural. He visto muchas sonrisas tras explicar que los alimentos que estaba sirviendo los habíamos recolectado unas horas antes, y que la carne sobre su plato era de una vaca que había vivido toda su vida de forma muy tranquila y feliz en una granja a 20km de distancia.

He conocido a un agricultor que alimentaba a 50 familias todas las semanas con un huerto de cincuenta metros cuadrados, sin usar productos químicos, aprovechando los factores geográficos y el conocimiento científico para producir mucho más eficientemente, aumentando y enriqueciendo, además, la capa de suelo. 


He pertenecido al ciclo natural del que en algún momento de la historia decidimos separarnos. Bosques, selvas y pantanos, llevan milenios latiendo y creciendo, sobreviviendo a plagas, incendios y heladas. Nosotros elegimos nuestros propios sistemas, y sólo hace falta mirar los últimos titulares medioambientales para ver cómo nos ha ido. 
 

Voy a hablar de alimentación. O tal vez, mejor dicho, de lo que ha acabado siendo la alimentación como consecuencia de la evolución del ser humano. Quiero hablar de permacultura, concepto que he comprendido y experimentado durante este verano en Stedsans in the Woods; de la producción de alimentos y sus consecuencias; de ciclos cerrados; de reemplazo en vez de construcción. 
Para ilustrar mejor esta idea voy a describir dos paisajes. Uno, un bosque de pinos, muy altos, todos rectos plantados en fila. Un paisaje bonito, suelo cubierto de musgo, sombra y silencio absoluto. El otro, más desordenado, árboles de distintas alturas, algunos robles, abetos y hayas. También arbustos, plantas trepadoras, zarzas. Diversos tamaños y colores, luz, mosquitos, hongos, sapos, serpientes, un ciervo a lo lejos. El primero, un campo de monocultivo para leña. El segundo, un bosque lleno de vida. ¿La diferencia entre ambos? Diversidad y equilibrio. 


Estas dos van a ser las palabras que me permitan introducir la siguiente idea. Hablábamos de que el segundo bosque se encuentra en equilibrio. Cada planta absorbe los nutrientes que necesita, deja los que no. Crecen y se reproducen con el resto de especies como únicos límites. La época de floración atrae insectos que polinizan las flores, insectos que son comidos por los pájaros, haciendo que no se extiendan plagas. La hoja que cae es el alimento de la capa de hongos que cubre el suelo, al igual que el esqueleto de un conejo que devoró un zorro, la piel mudada de una serpiente y los excrementos de un ciervo. Alimento y reproducción. Diversidad y equilibrio. El bosque se autoregula, cierra todos sus ciclos y vuelve a abrirlos. No existen residuos, todo es remplazado. Todos los elementos que lo conforman trabajan al unísono. La depredación es natural, al igual que la vida, y también la muerte. 
 

Podría derivar el tema hacia las devastadoras consecuencias de introducir el factor humano en este ciclo (de cuando nosotros llegamos y talamos bosques enteros para plantar grano, y dejamos al borde de la extinción a cientos de especies, y vertimos toneladas de residuos químicos tóxicos en los ríos, y, y, y…) Y tendría para varias horas de mi todavía adolescente devenir existencial sobre nuestra naturaleza egoísta. Pero creo que todos hemos pasado por esa fase y ya tenemos una, aunque sea leve, idea sobre el tema, e incluso algunos la tienen mucho mejor fundamentada y, además, publicada.  Podéis leer a Michael Pollan, Mark Shepard, Jordan Peterson o Elio Coleman, entre otros, si queréis indagar un poco sobre estos temas. También podéis echarle un vistazo a algunos de los links que os comparto al final del artículo.


Por lo tanto, en vez de esto, quiero plantear la utópica posibilidad de que nosotros adoptásemos un sistema que funcionara como un bosque. Un sistema en el que produjéramos alimentos de forma sostenible; sin generar residuos; sin agotar los recursos, sino optimizándolos y aumentándolos paulatinamente; con una visión respetuosa y consciente de lo que nuestra actividad supone para el ecosistema y el resto de especies. Alguno ya habrá dejado de tomar en serio estas líneas y sonreirá con compasión frente a la pantalla ante mi inocencia. Y no les quito razón, sigo siendo una niña de veinte años que sueña con cambiar el rumbo de la historia de la agroecología mediante cooperación y comunidad. (En mi defensa diré, que ya es más de lo que medio parlamento europeo pretende seguir haciendo con nuestro planeta). 

Continuaré para los soñadores. Estos pensaréis, bueno, acabas de describir una agricultura muy primaria, casi prehistórica, pero ¿recuerdas que hoy, 2019, sigue habiendo 7.727.364.527 de bocas que quieren (y necesitan) comer todos los días? Sí, lo recuerdo. Por eso también recuerdo que hoy, 2019, el ser humano ha desarrollado las tecnologías más avanzadas hasta el momento; la ciencia es tan exacta y segura que podemos clonar seres, mandar cámaras a marte y regenerar tejidos. ¿Y cómo es posible que todavía no hayamos podido aplicarla a nuestros sistemas de producción de forma correcta? (enfatizo el calificativo correcto. La explotación ganadera de forma masiva; la monopolización de semillas y búsqueda de uniformidad; y los plaguicidas, entre otros, no se encuentran dentro de esta acepción). Y no digo con esto que renunciemos a los avances del mundo contemporáneo, pero sí que nos planteemos lo que podríamos conseguir si la ciencia se propusiera investigar cómo alimentar a 7.727.364.527 personas de forma sostenible.
 

Imaginad un campo inmenso de trigo o de maíz, por ejemplo. Cultivo anual, cosechado y vendido en toneladas a un gigante de la industria, probablemente, para ser usado como pienso o materia prima para algún ultraprocesado al otro lado del océano.  El suelo sobre el que crece pronto agotará todos sus nutrientes y la capa de hummus explotada y llena de químicos. No hay más vida aparte de la cosecha y algún insecto con muchas probabilidades de acabar exterminado. El agricultor que trabaja la tierra seguramente no se sienta orgulloso de sus toneladas de grano. Nunca le dijeron que su trabajo era honorable, ni siguiera que estaba bien hecho. Al contrario, vive presionado para aumentar su producción, su cifra, su rendimiento. Esclavo de la misma semilla año tras año.

Por otro lado, una granja familiar. En el huerto conviven verduras y hortalizas con árboles frutales y hierbas aromáticas. Unas plantas repelen a las plagas que atacan a otras; hay ganado que fertiliza y limpia el suelo, gallinas y algunas vacas; las estaciones se van sucediendo y cada verdura florece y da sus frutos proporcionando alimento durante todo el año; entre sesenta y ochenta familias se alimentan semanalmente de todos los alimentos producidos en la granja; el dueño sabe que hace bien su trabajo, cuándo los tomates salieron sabrosísimos y también cuando los pepinos eran demasiado grandes. Conoce a casi todas las personas que compran sus verduras y huevos, ve el impacto de su esfuerzo y encuentra una motivación para seguir creciendo y alimentando a su comunidad. Los residuos orgánicos de la granja son el alimento de las gallinas, sus excrementos se usan para hacer compost, así como las ramas podadas de los árboles y las plantas de patatas. La granja funciona con un sistema circular cerrado que recuerda a…

                  ¿No os recuerda algo al bosque del que hablaba al principio? Diversidad y equilibrio. Otra vez las palabras mágicas. Voy a añadir también la palabra “comunidad”. Diversidad, equilibrio y comunidad.

Me encantaría terminar pensando que nuestra privilegiada inteligencia, puede hacer las cosas mucho mejor. De hecho, me encantaría hacerlo diciendo que lo está haciendo. Que en todas las partes del mundo hay personas que piensan en futuro y aprenden del pasado. Que tienen las manos en el suelo y miran a su alrededor. Que han entendido que diversidad y equilibrio, no eran palabras ajenas a la naturaleza del ser humano, sino que eran las que nos distinguían como tal, y sólo las habíamos olvidado. 

Hola! Soy Claudia Polo. Tengo veinte años y muchas ganas de hacer cosas. Estudio Gastronomía en el Basque Culinary Center. Es entendible, entonces, si digo que me apasiona la comida. Sobre todo, las relaciones culturales, sociales, ambientales y políticas que se crean gracias a ella. La música y el arte ocupan otra importante parte de mi tiempo. Actualmente desarrollo un proyecto en el que uno cocina y música llamado Soul In The Kitchen, que toma forma principalmente en Instagram, YouTube y algunos eventos y Pop-Ups experienciales más esporádicos. Juego mucho, me río más y bailo siempre en la cocina. 

 

Permacultura by Bill Mollison and Dave Holmgren

Claudia Polo

Es estudiante de Gastronomía

Artículos del autor