Naturaleza urbana en sociedad

Rosas Icónicas

El arte y la naturaleza. La mujer y la composición artística: Recreándose en la composición artística, Santiago Beruete nos conmueve en este maravilloso texto publicado con el mismo título en CLARÍN. Revista de Nueva Literatura nº 145 (Enero-febrero del año 2020). Figuras de la talla de Paul Klee, Frida Kahlo y Georgia O'Keeffe, emblemáticas y singulares que inspiraron parte de sus creaciones en la naturaleza. Síéntate delante de un té o junto a un café y disfruta con su lectura.

    «¡Pintad cuando plantéis!»
                                             Alexander Pope

 

(La trascendencia)

El mismo año que Austria fue anexionada por el Tercer Reich, Paul Klee pintó en su pequeño apartamento de la ciudad suiza de Berna Iconic roses (‘Rosas icónicas’). Desde hacía tiempo padecía esclerodermia sistémica, una enfermedad crónica autoinmune, de la que nunca se recuperaría y que iba lentamente limitando la movilidad de sus articulaciones y las funciones de sus órganos internos. Ese óleo de reducidas dimensiones, apenas 68 X 52 centímetros, muestra tres rosas geométricas sobre un fondo verde, pero no trasmite preocupación alguna, ni mucho menos lleva a pensar en el sufrimiento físico, más bien al contrario. Mientras su cuerpo se descomponía y Europa se hundía en la barbarie del totalitarismo, Klee volcaba toda su energía creativa en sus obras. La que nos ocupa es una de las más célebres de las 489 que firmó aquel prolífico año de 1938. Como dicen que hacen los árboles a punto de secarse, prodigaba sus mejores frutos justo antes de expirar en un intento de perpetuarse. El título de esa pintura, Rosas icónicas o heroicas como también se la conoce, podría utilizarse para calificar a dos artistas muy alejadas geográficamente pero no tanto espiritualmente: Georgia O’Keeffe (1887-1986) y Frida Kahlo (1907-1954), que, por aquellas mismas fechas, hicieron de las flores uno de los motivos emblemáticos de sus cuadros.

La artista norteamericana llevaba desde mediados de los años veinte retratando en todo su esplendor petunias, iris, hibiscos, tulipanes, calas, lirios, amapolas, orquídeas y, por supuesto, rosas en lienzos de gran formato y despojados de toda referencia espacial. Sin entrar a valorar si esas imágenes de vivos colores y sinuosos trazos encierran un velado simbolismo sexual, como pretendían muchos críticos, o simplemente representan el misterio y la poesía de la naturaleza, como aseguraba su autora, su hipnótica belleza no deja indiferente a nadie. Buena prueba de ello es que uno de los casi doscientos que conforma esa mítico corpus, titulado Jimson Weed White Flower No 1 (1932), ostenta el dudoso honor de ser el cuadro salido de los pinceles de una mujer por el que se ha pagado más en una subasta hasta la fecha. Fue el año 2014 cuando la galería Sotheby’s vendió por la friolera de 44’4 millones de dólares aquella representación de las nacaradas flores de la Brugmasia, popularmente conocidas en México y los países centroamericanos de los que procede como floripondios o trompetas de ángel, y que, ironías de la vida, se han utilizado como alucinógeno desde tiempo inmemorial. Puede que O’Keeffe ignorase ese hecho, pero la sensualidad, rayana en lo indecoroso, de sus aterciopelados pétalos resulta turbadora y constituye su principal atractivo. Y nos recuerda algo que, de puro obvio, tendemos a olvidar, que el estilo no consiste en un adorno o el dominio de una técnica sino en una cualidad de la visión. Un verdadero artista, parafraseando a Klee, no se limita a reproducir la visible, sino que enseña a mirar con otros ojos lo de siempre, haciéndolo visible. Eso explica asimismo qué pueden tener de escandalosas unas simples flores, por más que, como todos sabemos, estas sean los órganos sexuales de las plantas. 

En honor a la verdad hay que decir que ese malentendido fue propiciado por la pintora cuando, en los inicios de su carrera, expuso sus telas junto a fotografías de diferentes performances tomadas por su mentor y pronto marido el fotógrafo Alfred Stieglitz, propietario de la legendaria galería 291 de Nueva York y editor de la revista Cámara Work, en las que aparecía sin ropa, en poses audazmente atrevidas para la época. Aquel escándalo, que tuvo mucho de maniobra mercantil, le abrió las puertas del mundo del arte, pero la obligó a bregar con el estigma de que sus flores recordaban a vulvas. O’Keeffe acabaría rebatiendo a los críticos, empeñados en ver alusiones genitales en sus lienzos y valorar su pintura por su contenido erótico en lugar de por su refinada técnica y su capacidad para captar la belleza de lo perecedero, empleando estas provocadoras palabras: «Odio las flores. Las pinto porque son más baratas que las modelos y no se mueven». Probablemente no le interesaban estas en sí mismas más que a Frida Kahlo, y eso que a la artista mexicana le gustaba retratarse ataviada con prendas indígenas bordadas con flores o llevándolas en el pelo como un tocado. Pero ni la una ni la otra estaban interesadas en copiar la naturaleza sino en explorar los límites de la figuración. Y les repateaba ser vistas como mujeres artistas en vez de como artistas mujeres. Algo que parece lo mismo, pero no es, ni mucho menos, igual.

En honor a la verdad hay que decir que ese malentendido fue propiciado por la pintora cuando, en los inicios de su carrera, expuso sus telas junto a fotografías de diferentes performances tomadas por su mentor y pronto marido el fotógrafo Alfred Stieglitz, propietario de la legendaria galería 291 de Nueva York y editor de la revista Cámara Work, en las que aparecía sin ropa, en poses audazmente atrevidas para la época. Aquel escándalo, que tuvo mucho de maniobra mercantil, le abrió las puertas del mundo del arte, pero la obligó a bregar con el estigma de que sus flores recordaban a vulvas. O’Keeffe acabaría rebatiendo a los críticos, empeñados en ver alusiones genitales en sus lienzos y valorar su pintura por su contenido erótico en lugar de por su refinada técnica y su capacidad para captar la belleza de lo perecedero, empleando estas provocadoras palabras: «Odio las flores. Las pinto porque son más baratas que las modelos y no se mueven». Probablemente no le interesaban estas en sí mismas más que a Frida Kahlo, y eso que a la artista mexicana le gustaba retratarse ataviada con prendas indígenas bordadas con flores o llevándolas en el pelo como un tocado. Pero ni la una ni la otra estaban interesadas en copiar la naturaleza sino en explorar los límites de la figuración. Y les repateaba ser vistas como mujeres artistas en vez de como artistas mujeres. Algo que parece lo mismo, pero no es, ni mucho menos, igual.

Siguiendo la estela de Klee, huyeron de las convenciones creativas y sociales a la búsqueda de un lenguaje visual propio, que, salvando las distancias, comparte una mirada de una engañosa simplicidad (que podría parecer ingenua). Como todo creador merecedor de ese nombre, ambas fueron autodidactas, pues nadie puede enseñar a otro a transitar por lo desconocido y hallar su camino. Por más que siempre haya más pintores dispuestos a plasmar la belleza que a buscarla, los verdaderos pertenecen a una sola categoría: un artista con una verdad propia. 


Podemos preguntarnos qué tienen en común, además de su condición femenina, dos pintoras en apariencia tan dispares como O’Keeffe y Kahlo para haberse granjeado el favor de la posteridad y haberse convertido en celebridades sin fronteras e iconos globales. Empecemos diciendo que sus historias vitales guardan no pocos parecidos. Ambas nacieron en el seno de hogares pertenecientes a la clase trabajadora y se casaron siendo unas jóvenes prometedoras con sus mentores, gracias a los cuales obtuvieron un temprano reconocimiento. Añádase a todo esto su familiaridad con el arte de la fotografía, cuyas posibilidades para construir una identidad pública o, para emplear una expresión de nuestra época, una imagen de marca y darse publicidad supieron explotar con gran intuición. No en vano el padre y el abuelo de Kahlo ejercieron la profesión de fotógrafos para ganarse el sustento y el marido de O’Keeffe utilizó la cámara como medio de expresión artística.
 

Otro aspecto que las emparenta es su común interés por la ropa y los complementos. Cuidaban hasta el más mínimo detalle su atuendo. Su singular indumentaria las identificaba. Mientras que Frida Kahlo lucía con frecuencia vestidos de tehuana, típicos de Oaxaca, y vistosas prendas étnicas como el tradicional huipil o blusa suelta sin mangas, la joven Georgia O’Keeffe se cubría con sobrias túnicas, trajes de dos piezas y vestidos camisa de color gris o negro concebidos por ella misma. La primera acompañaba su característico vestuario con una combinación, a la par sofisticada y popular, de sortijas, brazaletes, collares y aretes de oro de fabricación artesanal; y la segunda, con escogidas piezas de bisutería y joyería de moderno diseño. Sus peinados también estaban en la antípoda. Las largas trenzas adornadas con cintas de colores, los tocados florales y las mantillas de una contrastaban vivamente con el cabello cortado a lo garçon o la media melena de aire andrógino de la otra. 


Su marcado sentido del estilo, no por heterodoxo menos exquisito, y una distinción tan innata como poco convencional, las convirtió en referentes de la elegancia. Su atractivo se hallaba en la antípoda del de las glamurosas divas de Hollywood, pero resultaba, si cabe, aún más seductor, pues nacía de su común aversión a las normas y sus insaciables ansias de libertad. Resulta irónico pensar que su radical apuesta estética acabaría siendo fagocitada por la industria de la moda, que se ha ido apropiando de su legado creativo para convertirlo en un lucrativo reclamo comercial. Algunos de los más grandes nombres de la alta costura (Elsa Schiaparelli, Valentino, Givenchy, Karl Lagerfeld, Jean-Paul Gaultier, John Galiano, Alexander McQueen,…) han revisitado las irreverentes y personales creaciones de Kahlo en busca de inspiración, algo que, quizá en no menor medida, puede también decirse de O’Keeffe (Kenzo, Calvin Klein, Dior,…). Ambas pertenecen a una raza aparte de artistas, cuyas figuras han adquirido mayor protagonismo aún que sus obras. A tal punto que irradian un aura mítica y suscitan un fervor casi religioso entre sus devotos admiradores. Su fama se cimenta menos en su audacia creativa que en su clarividencia. Sus intuiciones artísticas fueron proféticas. Supieron ver más allá de su tiempo y anticipar lo que vendría. Tanto da si fueron pioneras o visionarias, están más presentes que nunca y su carisma no ha cesado de crecer. Ese talento especial para materializar los anhelos reprimidos de una época las convierte en médiums del inconsciente colectivo y, pese a sus evidentes diferencias, en espíritus afines.


Así y todo, conviene no llevar demasiado lejos los paralelismos y coincidencias entre ambas, a riesgo de hacerse una opinión equivocada. O’Keeffe era heredera de Emerson y Thoreau y del movimiento Arts and Crafts y su estética naturalista, que reaccionó contra la deshumanización de la sociedad industrial. Y Kahlo, por su parte, bebía en las vanguardias artísticas y enraizaba con la poética surrealista. Pero eso sí, ambas rompieron con los estereotipos de género, redefinieron el concepto de belleza y vivieron su sexualidad con una inusual desinhibición, motivos por los que, sin pretenderlo, se convirtieron en estandartes del feminismo. Seguramente hubo pintoras más dotadas, mujeres con más inquietudes intelectuales y luchadoras más decididas por la causa de la igualdad, pero es difícil encontrar a nadie que se tomase más en serio la ardua tarea de engendrarse a sí misma, vivir artísticamente y ser la protagonista de su propia historia. Hace falta mucho valor, desde luego, para transformase en su propia musa, como afirmó Kahlo cuando todavía no era el mito en el que llegaría a convertirse. Hay algo que el lector también debería tener presente: la artista norteamericana se limitó a pintar flores, paisajes y edificios mientras que un tercio de la producción de la mexicana son autorretratos.


Pocos artistas han dejado una huella más profunda. Gran parte de los temas que definen el ideario creativo de Kahlo marcarían tendencia: la obsesión por la propia imagen corporal y una egolatría sin fingimientos ni imposturas, el mestizaje de la cultura popular con el lenguaje plástico de las vanguardias, el gusto por la provocación y el poder catártico del arte. La obra de O’Keeffe, por su parte, contiene la simiente de la estética neopintoresca, flower power y underground. Muchas de las claves de nuestro tiempo están codificadas en la osada ingenuidad de sus cuadros de flores y la austeridad formal de sus paisajes: la identidad cultural, el activismo medioambiental, la búsqueda de la sobriedad feliz, el descubrimiento de las culturas indígenas, la añoranza de la naturaleza silvestre y el redescubrimiento de la vida rural. Se podría decir de esta última que fue sucesivamente una moderna feminista, una hippy antes de tiempo, una neorural de primera hora y una permanente outsider. Kahlo no se queda atrás a la hora de sumar identidades, muchas veces contradictorias: surrealista disidente, agitadora discapacitada, distinguida militante comunista, bigotuda presumida y doliente gozadora. La sola imagen de la pierna protésica, rematada por una bota de cuero rojo rabioso, que se hizo construir en 1953 cuando le amputaron esa extremidad por debajo de la rodilla debido a la gangrena, sintetiza su paradójica vitalidad creativa.


Volvamos a ocuparnos ahora de las rosas icónicas. Aunque no hay manera de saberlo, Klee abandonó este mundo probablemente sin haber oído jamás hablar de Georgia O’Keeffe ni Frida Kahlo. En 1940 nada permitía suponer que se harían un nombre en el mundo del arte. Ni siquiera estaba claro que el del pintor suizo alemán no cayera en el olvido. Poco antes, diecisiete obras suyas habían sido incluidas en la exposición de triste memoria «Arte degenerado», y cerca de otras cien habían sido confiscadas por las autoridades nacionalsocialistas por considerarlas decadentes y ofensivas para la moral alemana y retiradas de las colecciones públicas. La Segunda Guerra Mundial había comenzado después de que las tropas de Hitler hubieran anexionado por la fuerza Austria e invadido Polonia sin encontrar apenas resistencia. Mientras el telón caía para Klee, la Wehrmacht se preparaba para ocupar París. Por aquel entonces el desenlace de la contienda era todavía una incógnita. De haber sido otro del que conocemos, no estaríamos hablando de las indómitas O’Keeffe y Kahlo. Jamás podrían haber sido los iconos de un mundo que despreciara la libertad individual y persiguiese la transgresión. Cada época escoge sus artistas de culto. Eleva a los altares de la fama a los santos laicos que mejor encarnan sus desvelos, y se pone bajo su protección. No es casual que nuestra sociedad narcisista, obsesionada por las apariencias y obscenamente materialista, encuentre geniales los preciosistas cuadros de flores de O’Keeffe, al igual que sus desolados y vastos paisajes de Nuevo México. Y se haya rendido a la vehemencia emocional de una pintura que, como la de Kahlo, gira en torno al polo magnético del yo atormentado. Su particular manera de plantar cara a la adversidad y poetizar el arduo esfuerzo de vivir sin convertirse en una coleccionista de heridas tiene un especial atractivo para el amante del arte del siglo XXI. Otro tanto cabría decir de la simplicidad voluntariamente escogida de su compañera de fatigas artísticas, que se dejó atrapar por el encanto de la sencillez rural y dijo adiós a Nueva York para ir en pos de una existencia más auténtica en las tierras del suroeste. Quizá también han hecho historia porque supieron jugar con las apariencias para crear un personaje único, que ha atravesado las décadas sin perder su magnetismo personal ni traicionar su esencia. 


Más de un lector se preguntará ahora que llegamos al final si las trayectorias vitales de ambas artistas se cruzaron en algún momento y si estas llegaron a conocerse. Lo cierto es que sí. Una joven Kahlo trabó relación en Nueva York con O’Keeffe, veinte años mayor que ella, aprovechando su estancia en la ciudad junto a Diego Rivera a principio de la década de los años treinta.  En la biblioteca de la universidad de Yale se conserva una misiva, datada el 1 de marzo de 1933 en Detroit, que la pintora mexicana escribió de su puño y letra en un inglés macarrónico a la norteamericana, que, por aquel entonces, se reponía de un colapso nervioso en una clínica de reposo. Por lo que se lee entre líneas, profesaba por ella un afecto que  traspasaba las fronteras de la amistad. Aun cuando no hay constancia de que hubieran tenido ningún escarceo y sus flirteos tal vez nunca hayan existido más que en la imaginación de la fantasiosa Kahlo, es sabido que ambas fueron mujeres malcasadas, de amores diversos y liberadas sexualmente. La pista de esa relación a la que no nos atrevemos a poner nombre se pierde durante casi dos décadas, hasta que, en 1951, durante uno de sus viajes al país azteca, O’Keeffe fue a visitarla dos veces, acompañada de una amiga común, a la casa azul de Coyoacán (ciudad de México), donde convalecía gravemente enferma después de haber sido operada diez veces de la columna vertebral durante el último año.


 


Referencias bibliográficas:

CORN, Wanda M.: Georgia O’Keeffe, Living Modern, Prestel, 2017.
DE CORTANZE, Gérard: Frida Kahlo, La belleza terrible, trad. de Núria Petit Fontserè, Paidós, Barcelona, 2102.
DE SERIO, Massimiliano: Paul Klee, La vida y el arte, Los Grandes Genios del Arte Contemporáneo nº 15, trad. y corrección María Cóndor, Biblioteca El Mundo, Madrid, 2006.
DROHOJOWSKA-PHILP, Hunter: Full Bloom, The Art and life of Georgia O’Keeffe, W.W. Norton &Company, 
GROARKE, Joana L. y PAPANIKOLAS, Theresa (eds.): Georgia O’Keeffe, Visions of Hawai, New York Botanical Garden, DelMonico Books-Prestel, Munich, London, New York, 2018.
GUZMÁN, Alicia Inez: Georgia O’Keeffe at Home, Frances Lincoln, 2017.
HAGHENBECK, F. G.: El libro secreto de Frida Kahlo, Atria, 2012.

Santiago Beruete

Escritor, Filosofo, docente y comunicador

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